11 de abril de 2006

Uruguay 5

No me queda otra que contar la historía en células separadas. Muchas cosas pasaron en esos meses y en general no conectadas. Y es por eso que no recuerdo la cronología.

Desde la pensión hasta la casa de Gastón, el chico que recibiría mis clases, había 6 kilómetros. Tenía la bicicleta y por eso se hacía rápido, barato y saludable. Y además el recorrido tenía dos ventajas más: era todo, menos las últimas dos cuadras, por la costanera. Y la costanera de Montevideo es hermosa. Cualquiera que la conozca sabe de qué hablo. Recorrerla en bicicleta era tentarse a frenar y contemplar. Se sentía una paz allí que era el lugar ideal para instalar el monumento que constituía la segunda ventaja.

En medio de esos 6 kilómetros de horizonte y cielo y arena y costanera estaba el monumento que, ojalá algún entendido me corrija, conmemoraba a los muertos del holocausto. O, quizás, era otra cosa relacionada con el holocausto, o con los judíos. La verdad no recuerdo.

Pero lo cierto es que tenía que ver con los judíos. Y si bien yo no practico ninguna religión y mi madre es católica y mi padre ateo y en estos momentos de la historia de mi familia los judíos no tienen nada que ver, varios integrantes de la generación anterior a la de mis padres fueron judíos.

Y dos de ellos, los padres de mi padre, están en el cementerio de La Tablada. Y recuerdo que la única vez en mi vida que visité ese cementerio me explicaron que se pone una piedra sobre la tumba. No sé por qué, no sé qué significa. Pero eso me quedó grabado.

Y al pasar por ese monumento, cada día, sin excepción, me frenaba, bajaba con la bici sobre el hombro los varios escalones hasta la arena, caminaba hasta el monumento me sentaba sobre una plataforma y contemplaba el mundo pensando en mi parientes judíos, en mis parientes no judíos, en los vivos, en los muertos. Aprvechaba esa pausa para castigarme y deleitarme unos minutos con el pensamiento de que extrañaba mucho a todos.

Después buscaba una piedra, alguna que me gustara en ese momento, y la ponía sobre una columna de unos 2 metros que formaba parte del monumento.

No sé si alguien iba y la sacaba, o si el viento a la noche soplaba demasiado fuerte, pero cada día volvía y la piedra ya no estaba.

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