10 de abril de 2006

Uruguay 4

Después de almorzar me tiré en la cama. Por la ventana se veía la calle, un lujo que pocas habitaciones disfrutaban. La pensión entera estaba en un primer piso, pero solo mi habitación y otra más daban al frente. Justo frente a la ventana se extendían enormes las ramificadas ramas de un enorme árbol.

Desde la cama se veía el árbol. Se veía el cielo también entre las hojas y las ramas. Se oía el rumor confuso de motores y voces de cualquier avenida. No pude dormir y me acodé en la ventana, mirando todo eso, oyendo. Era realmente distinto a lo habitual, y esa certeza me colmaba de formas inexplicables.

Y cuando uno ha estado mal y de repente se da cuenta que está bien, surgen dos sensaciones casi opuestas: el temor a la inestabilidad y la satisfacción de saber que se va por buen camino. En aquellos momentos recordaba pocos días atrás, cuando armaba la mochila, compraba el pasaje y llegaba a Montevideo... y me alegraba la certeza de estar tomando los caminos correctos.

Y en esos momentos se me vino a la cabeza esa mujer que desde Buenos Aires se empeñaba en ya no ser parte de mi vida. Y la máquina me llamaba a gritos.

Me senté y no paré de escribir durante más de dos horas. Solo me detenía para prender los cigarrillos que iba fumando entre poema y poema. Al llegar la noche, exhausto y más tranquilo, salí a recorrer la ciudad de Montevideo de noche por primera vez. Al llegar a un bar con pinta de dolor y literatura, entré y me pedí un whisky.

No hay comentarios.: