Hay detalles que tengo presentes hasta con aromas y sonidos del ambiente. Y hay detalles perdidos para siempre en el momento de no ser importantes.
Por ejemplo: no recuerdo nada sobre le viaje. Sé, porque es la manera de llagar que utilicé cada vez, que viajé en cacchiola (empresa de lanchas y catamaranes) hasta un pueblito llamado Carmelo. Y que desde allí, y sin demora mediante más que el acomodamiento inevitable de bolsos y objetos, fui en micro hasta la ciudad de Montevideo. Llegué a la terminal: Tres Cruces. Si, se llama como acá se llaman las salchichas.
Me tomé un taxi, lujo desmedido que no volví a repetir. Pero no conocía la ciudad y me resultaba imposible llegar hasta la dirección de la casa de Diego. Llegué y eran las 5 de la mañana o algo así. No quise tocar timbre a esa hora imposible y me quedé en la puerta fumando un pucho (para ese entonces fumaba parissiennes, pero llegado a Uruguay averigüé que los cigarrillos de marcas internacionales son muy caros y que mucho mejor es comprar tabaco y papel y armarse los propios puchos).
Un par de horas más tarde ya estaba aburrido de esperar y de fumar. Toqué timbre y apareció Diego, con cara de dormido pero contento de verme. Pasó, me mostró el colchón donde me podía tirar y se tiró en su cama. Me desperté al mediodía y el ya estaba levantado. En la casa vivían además otros dos pibes, de un departamento del interior del Uruguay, Tacuarembó. Estaban en Montevideo estudiando. Juan era uno y Fernando el otro.
El plan era simple: Diego estaba a punto de conseguir un departamentito para irse solo. Y sus co-habitantes habían aceptado que yo me quedara en su lugar en esa casa. Claro, había que pagar el alquiler y la luz y el gas y todo eso, como cualquier hijo del vecino, pero a pesar de la ausencia de billetes en mis bolsillos, tenía un desmesurado optimismo que me aseguraba que todo iba a salir bien.
Ese sentimiento, sepanló, es una constante en mi vida.
Listo, a la parte 2.
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