12 de enero de 2006

Viaje 17

El día comenzó con otro clima, otra sensación en el cuerpo. Había dormido bien, comido bien. Estaba con gente, lo cual evitaba esa irremediable sensación de desamparo que siente alguien que está solo en un lugar desconocido.

Yo insistía en que hacer dedo de a tres era más complicado, porque tenía que parar alguien con una camioneta o por el estilo, porque si no, no entrábamos.

Pero ellos insistían en no dejarme solo. "O nos levantas a los tres o seguimos esperando los tres". De esa forma, decían, nos garantizábamos no quedar solos. Yo terminé obligado a darles la razón, pues la tenían.

Después de desarmar la carpa y guardar las bolsas de dormir y volver a armar las mochilas y tomar un té con galletitas que tenían ellos, nos fuimos nuevamente a la ruta, a seguir.

El cielo estaba dolorosamente azul. El sol, apenas un poco más arriba que el horizonte, nos torturaba lentamente. Las mochilas formaban una montaña al costado de la ruta y de a uno, por turnos, nos parábamos a mover el pulgar al ritmo de los autos.

Mientras tanto, los dos que no hacían dedo, pintaban mejor el cartel que decía "Esquel", o fumaban un cigarrillo, o conversaban sobre alguna estupidez superimportante. El sol, vale aclararlo, a cada minuto nos deshidrataba un poco más.

El cielo es todo un tema cuando uno hace dedo. Por supuesto que uno no quiere lluvia. No creo tener que explicar el por qué. Pero tampoco eso, sol aniquilante en la nuca todo el día. Pero el equilibrio no es tan estable. Ni en el clima, ni en la vida, ni en los circos.

Entonces uno está ahí, rogando por nubes, pero poco, ojo, tampoco quiero una tormenta...

Bueno, volviendo al tema.

Estábamos ahí, no llovía, ni había indicios de que fuera a llover. Es más, nunca llovió ni una gota. Ni se nubló nada.

A las seis de la tarde ya estábamos quasi-deliantes de calor y angustia (una angustia alegre, si cabe, pues estar acompañado hace que lo trágico se torne cómico). Levantamos nuestros bártulos con pesar y el optimismo puesto en el día siguiente. Ya no se podía estar allí, los tres necesitábamos sombra y comer algo y eso.

Empezamos a caminar hacia la estación de servicio, lentamente, cuando a lo lejos se ve una camioneta.

Estábamos a 20 metros de la ruta. Y yo dije: "Que lástima, esa era justo la camioneta que nos iba a levantar"

Entonces la muchacha, se dio vuelta y la vio. Y la cara se le iluminó, como si supiera. Dejó en el suelo sus cosas, casi arrojándolas, y corrió hacia la ruta, con el brazo en alto, como quiern para un colectivo.

Su hermano y yo nos miramos con la más absoluta desesperanza. Sabíamos que la camioneta no iba a parar. Lo sabíamos con tanta certeza que ni siquiera nos permitíamos desea que frenara. Solo queríamos seguir caminando hasta el patio de la estación de servicio y armar la carpa y comer algo y esperar.

Nos dimos vuelta, dando la espalda a la ruta, dispuestos a seguir nuestro camino, cuando escuchamos un grito: "Ehh!!, vamos... traigan mis cosas!!"

Era ella, parada junto a la ventanilla de la camioneta, que por supuesto había parado.

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