28 de diciembre de 2005

Viaje 12

Eran las 5 de la mañana y poco más de una hora después amanecía. Mi ánimo intacto, es decir, por el piso como antes, me obligaba a seguir y seguir moviendo mi pulgar al ritmo del paso indiferente de cada auto, cada camión.

Pero entre algunas casas al este del mundo se asomó el sol de repente. Tuve hambre. Hacía frío (era verano, claro, pero a las 6 de la mañana en Puerto Madryn… hace frio). No tenía dinero, sólo unas pulseras. En el tiempo en esa ciudad no había hecho ni vendido nada.

Pero algo extraño en el aire me dijo que tenía que moverme hacia algún lado.

En ese instante decidí que todavía no era tiempo de irme de allí. No quería ver de nuevo a Nuria (bah, claro que quería, pero no quería). Simplemente no quise irme expulsado por la circunstancia. Quise ser yo el que decidiera continuar el viaje y no los hechos.

Entonces caminé hasta esa estación de servicio para ver si tenía lugar para sentarse, mesitas y eso. Pero no. Entonces seguí caminando hacia adentro de la ciudad hasta llegar a otra estación. Esta sí tenía. Entré.

“Puedo sentarme por ahí sin consumir nada?”, le pregunté al pibe que atendía. Nadie te dice no cuando te ven la cara que yo tenía. Me senté, disfruté mucho quitarme de los hombros la mochila, saqué mi paquete de cigarrillos Parissienne y noté que no me quedaba ninguno.

Entonces escuché que alguien me llamaba desde otra mesa. Al mirar, había tres pibes de mi edad.

Uno de ellos me mostraba un paquete de Parissienne. Me acerqué y agarré uno. Dije “muchas gracias” y caminé hacia mi mesa.

“Che, traete las cosas para acá”, dijo otra de las voces. Los miré una décima de segundo y enseguida noté que sus caras y el tono era sumamente amigable. Me inspiraron confianza instantanea. Busqué mi mochila y me fui a sentar con ellos.

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